DE PLANTAS Y JARDINERO
En la fe, sin más
CRISTINA I. CARRETERO ESTEBAN,
ALMERÍA.
ECLESALIA, 09/06/14.- Tengo dos macetas en casa, que cuido como si me fuera la vida en ello. Cualquiera que las viera pensaría que al Palmito que así es como se llama, lo trato mejor que la Oreja de elefante (plantita cariñosamente). El palmito crece fuerte, verde, hermoso, -desde el principio- sin plagas, sin hojas que caen... La plantita por el contrario, justo cuando la trasplante por primera vez perdió sus hojas, aunque fue sobreviviendo, no sin dificultades. Por razones ajenas a mi voluntad se mudaron del lugar en el que estaban, intenté mantenerlas vivas, y en perfectas condiciones, y mientras que el palmito no notó el cambio, mi “plantita”, quizá por exceso de riego, por demasiado amor que puse en ella, perdió todas sus hojas y se pudrió parte de la raíz. Mi hermano, que preparaba por entonces su doctorado en agrónomo, me sugirió que la tirase, que estaba muerta. Sentí tal punzada de que estuviese en lo cierto, que me resistí, me negué a creerlo e inicié mi combate. La trasplanté a un nuevo tiesto, con tierra nueva, abono, sequé parte de la raíz, le puse unas gotas de agua bendita, no la regué, la dejé en una zona cubierta de vientos, le toqué la guitarra, le canté a todas horas melodías que conocían, le puse música clásica de mi mp3, le recé, le hablé, la acaricié y esperé… Sé que a mi alrededor, se reían de mí sin maldad, pero la cuestión estaba en buscar la combinación exacta de ciencia y fe, de no saber nada, y de intentarlo todo.
La observaba a diario, preocupada. Semanas después, bajo la tierra, sin rastro de más vida, una hoja pequeña, muy pequeña, asomaba dubitativa. La felicidad me colmó, y secó alguna lágrima que conmovida apareció en mis ojos. Los días pasaron, las semanas, y finalmente una nueva hoja brotó, y poco a poco la plantita volvió a crecer, la regué menos, le di más aire, y cada vez las nuevas hojas más verdes, más grandes, más numerosas (dentro de lo que cabe esperar en una Oreja de elefante). La fotografié desde todos los planos posibles, cual hijo que nace y ves crecer, la mostraba orgullosa en el fondo de pantalla de mi teléfono móvil.
Pero al poco, una primera plaga la atacó. Mi hermano, científico y racional, volvió a decir que si no la trataba pronto moriría en unas pocas jornadas devorada por la cochinilla, pero yo siempre he pensado que en esta vida, hay que creer en la ciencia, pero más aún en la voz interior del corazón. Ese mismo día recorrí varios viveros en busca del tratamiento adecuado a su tamaño y delicadeza. Preparé inexperta la mezcla, volví a poner música clásica, rezar, tratar, y la planta… se salvó. Pero, una nueva plaga, de araña roja esta vez, se ensañaba con ella. Retorno esperanzado al mismo tratamiento, no sin temor a que fuera demasiado agresivo el nuevo producto y la matase. En casa decían que me saldría más barato y menos “cansino” comprar 10 macetas y asumir que esa estaba predestinada a la extinción. ¡Sobrevivió una vez más!
De nuevo llegó el frío, y comenzó a perder hojas. Y tiempo después sobrevinieron nuevas plagas, y las que vendrán…
Hasta hace un par de semanas que entre las dos tristes hojas casi secas que soportaron el invierno, se apagaba mi sonrisa pensativa al mirarla, pensarla cuando mis chavales de catequesis me preguntaban ilusionados por plantita, conocedores de su historia. Ahora, sonrío y les cuento que he visto como empieza a asomar no solo una nueva hoja, sino que plantita nos regala esquejes de su propio ser, y que muy pronto espero volver a verla como allá por septiembre, como años atrás, llena de verdor en su pequeñez.
Quien hoy viera mis dos plantas, sin conocer la historia, pensaría erróneamente que a una le doy el mejor trato, mientras que a mi plantita no le presto ningún interés, cuando yo, su jardinera en funciones, le doy 4 veces más cuidados y amor. Entonces, pienso en Dios, y recuerdo una fábula:
Una noche soñé que iba andando por la playa con Dios. Y que se proyectaban en el cielo muchas escenas de mi vida. En cada cuadro veía huellas de pisadas en la arena. A veces las de dos personas y otras sólo las de una.
Observé que durante los períodos más difíciles de mi existencia se veían huellas de una sola persona. Y dije: - Me prometiste, Señor, que siempre caminarías a mi lado. ¿Por qué cuando más te necesité no estabas conmigo?
Él respondió: - Cuando viste las huellas de una sola persona, hijo mío, fue cuando tuve que llevarte en brazos.
Y es que, en ese dolor, en esa plantita, descubrí que quizá Dios, está más encima nuestra de lo que pensamos, dándolo todo, aunque cualquier observador externo, nosotros mismos, como mi propia plantita, pudiera pensar que su jardinera, mi Jardinero, nuestro Jardinero/a, no está al cien por cien ahí. Porque empecé a comprender, lo que un buen amigo decía, cuando hablaba de que todo era regalo, que en esta vida nacemos desnudos y todo nos he dado, y deberíamos saber valorar cada cosa que la vida nos concede. Y deberíamos saber vivir, siendo fieles a ese Dios Amor, Dios de la vida, Dios regalado, que nos concede pequeños, grandes milagros, que debemos saber reconocer, valorar y disfrutar como si no existiese mañana. Que un Dios que pone tantas capacidades en nosotros, tanta belleza y tanto regalo a nuestro alcance, es porque en su generosidad extrema nos invita a forma parte en ese festín de vida que nos concede. Ese regalo de ser para el otro, y que el otro es para nosotros.